jueves, 3 de mayo de 2012


Disneygación: apropiación del patrimonio ajeno
con máscara de originalidad
Una de las empresas  más importantes en la sociedad global es Disney, y su importancia no sólo se debe a su valor económico, sino a su presencia en prácticamente todo el mundo, presencia no sólo física sino también dentro  del imaginario social, construyendo clichés y estereotipos. “Su éxito estriba en su omnipresencia”, según Todd Gitlin[1]. La mayoría de la gente ve a la empresa Disney como inocente creadora de películas y accesorios infantiles, y hasta como difusora de valores morales que complementan la educación de los niños, a través de historias ambientadas en distintos países y  épocas, dando una idea de diversidad cultural. 
En las producciones cinematográficas de Walt Disney, se presentan personajes que se han hecho famosos gracias a esta empresa, por no decir que parecen creados por sus escritores,  dibujantes, y a últimas fechas, animadores. Pero lo que en este texto quiero demostrar es justamente lo contrario,  afirmando  que no se puede calificar a Disney como una compañía con producciones originales, ya que las historias y personajes no son creados por ella, sino que se apropia de obras literarias de otros creadores.   Para hacer este trabajo tomaré como punto de partida algunas ideas de Jonathan Lethem, autor de Contra la originalidad, quien opina que la originalidad es una virtud sobreestimada. Y es que el problema con Disney no es la  reproducción de  historias ya existentes, sino la forma en que lo hace, empezando por no respetar la carga simbólica de las historias orales o  literarias en que se basa para hacer las películas, y monopolizando el patrimonio de los escritores o de las naciones creadoras de las historias que anima.


Contra la originalidad 
Desde temprana edad, Lethem ha sentido cierta atracción por el collage artístico, es por ello que en su ensayo  Contra la originalidad  cuestiona el nicho de culto en el que ha sido  colocado al acto  creativo y  la supuesta originalidad en el arte. Lethem  argumenta que todo artista, y ser humano en general, se ha construido a partir de influencias, es decir experiencias previas y conocimientos que han sido aprendidos de otras personas y sus obras.
El autor sostiene que desde siempre, todas las creaciones del hombre han convivido con sus imitaciones, réplicas, falsificaciones, ecos y herencias. Para Lethem, la cultura es un ambiente común del cual todos tomamos una pequeña parte y la resignificamos, es ahí, en esa apropiación, y no en la obra en sí, donde en todo caso, puede radicar la verdadera originalidad.
Lethem encuentra ridícula la reacción agresiva  de quienes  denuncian apropiaciones y préstamos en forma de covers, sampleos, y como él dice, segundos usos de sus obras, en lugar de entender y apreciar los beneficios de la influencia de un artista sobre otro.
Se supone que para protección de las ideas, obras artísticas e intelectuales  y sus autores, han sido creadas las leyes de autor y el  copyright, sin embargo, en realidad, muchas veces el autor no es el más beneficiado, y quienes realmente obtienen las verdaderas ganancias, son las disqueras, las editoriales, es decir los intermediarios. Las políticas de algunas empresas de difusión dictan que cuando un autor acepta que se difunda su obra, la compañía intermediaria le impone ciertas condiciones, entre las cuales está que a ella le corresponden algunos derechos sobre la obra. Por toda esta situación y como crítica a la tiranía del copyright y su avaricia de convertir todo en propiedad privada, Lettem escribió dicho texto, cuyo título original es The Ecstasy of Influence, a Plagiarism, un ensayo que armó con las ideas que lo han influenciado, en el que incluye frases de otros autores, ya sea  citadas directamente o parafraseadas. Al final del libro agradece a esos autores  para pagar su deuda. Pero al mismo tiempo, invita a su lector, si éste así lo desea,  a dejarse influir por su ensayo, bendiciéndolo por tomar sus palabras.
En el modo de vida occidental, la propiedad privada es uno de los conceptos más valorados, por lo tanto,  se cree  que todo aquello que tiene un valor, debe forzosamente pertenecerle a alguien. De ahí  el énfasis en la importancia de los derechos de autor. Pero Lethem descalifica la idea de que  la cultura puede ser  propiedad privada (propiedad intelectual), ya que para él, los derechos de autor, en muchos casos no es una protección al creador de una obra, sino un pretexto para que grandes empresas monopolicen la cultura y lucren con lo inalienable o con el patrimonio común. Esta descalificación la define  a través de una defensa de la cultura del regalo que cuestiona el supuesto carácter de ley absoluta de los derechos de autor, pensándola más bien como una negociación constante e imperfecta.
El corta-y-pega, o cut-up,   es para Lethem una herramienta normal y común  de cualquier escritor, artista plástico o músico. Un ejemplo emblemático es Bob Dylan, quien ha extraído para sus canciones, fragmentos de películas de Hollywood, de Scott Fitzgerald, del escritor japonés Junichi Saga y del propio Shakespeare. Pero, congruente con esa actitud, Dylan  nunca ha demandado cuando alguien canta sus canciones o un fragmento de ellas.
Hemingway hizo famoso a John Donne por rescatar su frase “nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti” para el título de su libro, y fue entonces cuando la frase se hizo famosa. Lo interesante en este punto es que a veces, los segundos usos, usos para los cuales  la obra no fue concebida, resultan tener más impacto que la primera,  cumpliendo así  la función de difundir las ideas y  las obras de arte, por lo que los artistas, en vez de sentirse ofendidos por el segundo uso que otro artista le dé a su obra, deberían estar expectantes para descubrir qué más puede hacerse con ella y qué otros  significados y formas ésta puede llegar a tener.
El arte, según Lethem, se mueve entre dos  economías: la de mercado y la de regalo, aunque puede venderse y salir bien librado como obra artística aún cuando sea comerciado. Lo que diferencia estos dos tipos de economía es que la de regalo implica un vínculo sentimental, mientras que  la de  mercado, no necesariamente[2].  A veces, incluso cuando paguemos por la entrada a un concierto o una obra teatral, por ejemplo,  podemos experimentar sensaciones estéticas que no tienen nada que ver con el precio. Tenemos la impresión de que podemos pagar el precio de  una obra, pero nunca su valor. Esto es importante porque supuestamente el arte es creado para enriquecer espiritualmente al mundo, es decir que su ámbito es, o debiera ser, la economía de regalo, pero a veces, la legalidad esconde la causa para la  cual fue hecha, en este caso, las leyes de derechos de autor terminan por obstaculizar  la intención de ampliar el mundo,  y en lugar de eso, lo empequeñecen.
 El collage es según Lethem, la mayor forma del arte de los últimos siglos.
Básicamente,  todas las ideas son de segunda mano, ya que han sido  tomadas consciente o inconscientemente, de millones de fuentes externas. El plagio es para él una semilla inevitable, pero  también reconoce que hay “de plagios a plagios”, por decirlo de algún modo. Es decir, un mal plagio es reconocible porque  no añade ningún  valor extra que transforme lo prestado en algo nuevo, y un buen plagio puede definirse como una apropiación que da como resultado una nueva significación.
Para reforzar esta idea, Lethem retoma la historia “Lolita”  de Nabokov negando que se trate de  un plagio a pesar de  haber tomado prestado el argumento del relato con el mismo nombre, publicado cuarenta años antes por Heinz Von Lichberg. Como contraejemplo, acusa a la compañía Disney (y al propio Walt Disney) de plagiario imperial que ha robado ideas a diestro y siniestro, pero que sobreprotege con un ejército de abogados a sus creaturas compuestas y banalizadas.
Disneygación
“El ‘copyright’ no es un ‘derecho’ en ningún sentido absoluto; es un monopolio otorgado por el gobierno sobre el uso de los resultados creativos”[3], dice Lethem, mostrando una clara noción de lo que es y para qué es en realidad el copyright. El ejemplo más evidente de este monopolio de la cultura se manifiesta en las producciones de la compañía cinematográfica Walt Disney. Este ejemplo es explicado por el autor con ayuda del concepto “hipocresía de las fuentes”, o Disneygación, en alusión a su más destacado representante, y que es definido por la manera embustera en que  la compañía Disney se enriquece a partir no sólo del trabajo de otros, sino, peor aún, del patrimonio cultural, a veces milenario, de otras culturas, apropiándose de los derechos sobre este material y defendiéndolo  como idea original, devaluando además,  los valores originales con que sus verdaderos creadores los idearon. El copyright  es utilizado por la empresa como vía incuestionablemente legítima para reinventar tradiciones populares u obras literarias y que, a pesar de haber creado su legado con el trabajo de otros, se niega a cualquier utilización artística de "sus" personajes.
Según  las ideas de Lethem, Disney pudiera estar dándole un segundo uso a las creaciones de otros artistas, sin embargo, creo que donde se rompe esa lógica es en el hecho de que para que ese segundo uso sea válido como una resignificación, es necesario enriquecer la idea original, y lo que hace la compañía Disney es justamente lo contrario, pues despoja a las obras literarias, a los mitos que dan sentido a las identidades sociales y a sus personajes de su naturaleza cargada de sentido, sabiduría y complejidad.
Retomando la idea de la economía de mercado y la del regalo, puede decirse que Disney está inmersa en la primera, pero de una manera hipócrita y ventajosa. Interpreto que cuando una obra está dentro de la economía del regalo, no se trata literalmente de obsequiarla, sino del lugar que tienen sus prioridades, de modo que aunque un autor busque vivir de sus creaciones, su principal motor es el de enriquecer el mundo, y a cambio, el mundo le dará un estado de bienvivir, en una relación equitativa. Sin embargo, Disney, se apropia de patrimonio cultural del mundo, lo banaliza, lo ridiculiza, lo reduce a su forma más escueta, lo transforma en mensajes  que fomentan la discriminación, los estereotipos, la cultura de lo light, la de la estupidez (pues la pone de moda), y luego, ese producto, lo devuelve al mundo, pero a cambio de sumas económicas que superan por mucho lo invertido, aunque se trate de grandes producciones. O sea, la casa productora se enriquece como consecuencia de simplificar la sabiduría popular y todavía se la vende a los despojados…. ¡quienes la compramos!
Disney tiene un amplio compendio de películas y obras animadas, compendio que ha ido ampliando gracias a la creatividad de otros artistas. Como ejemplos, se pueden citar algunas películas: “Pinocho” basada en el libro de Carlo Collodi “Pinocchio: Storia di un burattino” (Pinocchio: Historia de una títere); “Bambi”, hecha a partir de “Ein leben im walde” (Una vida en el bosque), del austriaco Felix Salten; Dumbo, basada en “Dumbo, the flyer elephant” de Helen Aberson y Harold Pearl; “Peter Pan”  de James Barrie; “La sirenita” de Hans Christian Andersen; “El planeta del tesoro” del libro “La Isla del tesoro” de Robert Louis Stevenson; El Libro de la Selva, basado en “El libro de las tierras vírgenes” de Ruyard Kipling; Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll; Cuento de Navidad, tomado de “Canción de Navidad”, de Charles Dickens; El jorobado de Notre Dame, basada en Notre Dame de Paris, de Víctor Hugo; “Pocahontas” parte del relato que el propio John Smith, colonizador inglés, escribió en 1616.
Algunas otras películas se han realizado en base, no del acto creativo de artistas en un sentido individualista, sino de la tradición popular de otras culturas, por ejemplo: “Mulán” basada en el poema que data de la dinastía  Ming  “Oda a Mulan”, que a su vez es parte de un grupo de relatos llamado “Las leyendas del Mono muy triste”; Aladino, extraído del libro “Las mil y una noches”; “El Rey León”, que es una combinación de ambos casos, pues mezcla la historia de William Shakespeare “Hamlet” y la leyenda sudafricana “Kimba, el león blanco”;  “Hércules”, donde el personaje principal  es  un  hijo ilegítimo de Zeus en la mitología griega; “Robin Hood”, que   es un personaje legendario de la historia inglesa, (en su manuscrito Piers Plowman, (Pedro el Labrador), William Langlan ya lo menciona en 1377, y la obra más famosa donde aparece su nombre es Ivanhoe, de 1820 de Walter Scott); también tomada del folclore inglés, está “La espada en la piedra”, haciendo alusión al origen del rey Arturo de Camelot; “La Cenicienta”, “La bella durmiente”, “El sastrecillo valiente”, “Blanca Nieves y los siete enanos” son ejemplos de leyendas europeas, recopiladas por varios autores, entre los  más famosos son los hermanos Grimm y Charles Perrault; “La Bella y la Bestia” es también un cuento tradicional europeo que tenía muchas versiones, pero el primer registro escrito lo hizo  Gianfrancesco Straparola en 1550.
La compañía Disney ha hecho de cada una de estas historias un producto de moda, superficial y pasajero. Mientras una película está en cartelera, hay que comprar todos los accesorios alusivos a ella: mochilas, tenis, playeras, cuadernos, etc., pero cuando es sustituida por otra, la primera resulta obsoleta, y hay que desechar esos productos, no importan que aún sirvan, ya son viejos y anticuados, aunque tengan seis meses. Entonces, historias y personajes que condensaban sabiduría popular, contenido histórico, que era la manifestación de cosmovisiones, Disney las convierte en imágenes vacuas  y fugaces. Estas narraciones que dan identidad a las naciones, incluyen también los relatos históricos, de modo que  la memoria es convertida en mercancía, perdiéndose el vínculo de los hombres y los pueblos con su pasado. “Y junto con el pasado se pierde la evidencia de nuestra identidad (…) desarraigados, consumimos todo con un placer indiferenciado”, según palabras de Françoise Gaillard[4].
Conclusiones
Disney, no sólo  se apropia de creaciones ajenas, sino que además, lo hace desde una posición muy ventajosa, pues a través de  artistas muy bien pagados, homogeniza la percepción que la gente pueda tener acerca de las historias y personajes, por ejemplo, si pensamos en la Cenicienta, inmediatamente se nos viene a la cabeza de una chica caricaturizada con cabello rubio, ojos azules, vestido brillante del mismo color que combina con una diadema y obviamente la zapatilla de cristal; es decir la imagen hecha per Disney, y lo mismo ocurre con Peter Pan, Mowgli, Blanca Nieves, y el resto de su larga lista de personajes. Con ello también se crean imaginarios de cómo deben ser las personas, así que pensando en Cenicienta, una buena mujer debe parecerse a alguna princesa de Disney.
Hace poco estuve platicando con una amiga acerca de personajes literarios y yo empecé a hablar de Peter Pan y su doble naturaleza: por un lado es un niño en un hermoso sentido, porque vive cada instante, cada juego intensamente y no le teme al tiempo,  pero por otro lado, le tiene miedo a la vida y a la responsabilidad que implica la hombría. Mi amiga dijo que Peter Pan le caía mal porque era una “cosa hermafrodita”, que era un “escuincle feo y caprichoso”. Después de explicarle lo complejo que a mí me parece el carácter ambiguo de Pan, me di cuenta  que estábamos hablando de personajes distintos: yo hablaba del Peter de James Barrie y ella, del único que conocía: el niño vacío de Disney. Y eso mismo sucede con muchos otros personajes. Y todo esto con el objetivo de crear productos más digeribles, y por tanto, más vendibles.
  Así es como los estudios crean y fomentan estereotipos de  género, razas, condiciones socioeconómicas, etc., reduciendo los personajes a sus expresiones más simplistas y superficiales.
Esta tendencia, con Disney como máximo representante, demuestra que el principio de apropiación de la cultura genera apropiación económica desde la gente y los pueblos hacia el enriquecimiento de unos cuantos, es decir “las deudas culturales fluyen hacia dentro, pero no hacia fuera”[5]. Esto quiere decir que al monopolizar la cultura de otros en nombre del dinero, se generan situaciones de injusticia social, ya que unos cuantos se enriquecen a costa de la sabiduría y el trabajo de muchos. La cultura occidental, con Disney como uno de sus rostros, niega otras expresiones culturales, pero les arrebata  sus cosmovisiones, las simplifica, ¡y todavía se las vende!
Creo que en la carrera de Arte y Patrimonio Cultural resulta  importante reflexionar acerca de este tema porque hay que analizar las industrias culturales y sus formas de consumo, ya que desde una perspectiva económica y globalizadora, el patrimonio resulta muy redituable, como la compañía Disney lo ha comprobado una y otra vez. Sin embargo, si lo que se busca es la permanencia viva de la identidad manifestada en el patrimonio cultural de los pueblos, es decir, desde una perspectiva más humanista que económica, hay que cuestionar el uso de ese patrimonio, ya que, en palabras de Gaillard, “hay que considerar los cuentos  en el equilibrio psíquico de los individuos y la de los mitos en la estabilidad  de las comunidades humanas”[6]. Esto quiere decir que la banalización de las historias puede estar contribuyendo a la decadencia social que vive el mundo occidental en la actualidad. Por otro lado, valorar y entender las obras literarias, los cuentos populares y los mitos, ayuda  a reforzar identidades y otorga a la humanidad más posibilidades de entenderse, comprender el mundo y al otro,  y así ampliar las posibilidades de equidad y felicidad.

Bibliografía.
Gaillard, Françoise, Mickey, “La promesa de una felicidad global”, en la revista  Letras Libres No. 28, 2001.
Gitlin, Todd, “La Tersa Utopía de Disney”, en la revista Letras Libres No. 28, 2001.
Lethem, Jonathan. Contra la originalidad, México, Tumbona Ediciones, 2007.



[1] Gitlin, Todd, p. 13.
[2] Lethem, 2007, p. 36.
[3] Lethem, 2007, p. 28.
[4] Gaillard, Françoise, p 30.
[5] Lethem, p.35.
[6] Gaillard, p. 31.

Resignificación de la vida a partir de la reapropiación del espacio

Según la modernidad, la tecnología influye para el bienestar social, de modo que el papel de las máquinas a partir de la revolución industrial del siglo XVIII se volvió fundamental en la búsqueda del progreso. La forma como el hombre concibió al mundo es la de un gran mecano, cuyos engranes deben funcionar perfectamente; hasta el hombre mismo pasó a formar parte de ese engranaje.
Este mecanicismo aunado a la incesante acumulación de capital y la economización  del tiempo, originó  la proliferación de fábricas industrializadas y con ello  una concentración desordenada de la población alrededor de ellas, lo que motivó el surgimiento de grandes ciudades y  las nuevas dinámicas sociales, económicas y culturales para hacer posible su organización.
Parte de la crisis que enfrenta el mundo moderno comenzó cuando la humanidad tuvo la necesidad de vivir en áreas muy reducidas, como suele ocurrir en los espacios urbanos. Desde entonces hay una obsesión por vivir hacinados y lo más cerca posible de los centros. Fue así como el hombre poco a poco fue perdiendo el sentido del espacio: límites, respeto, ordenamiento sustentable, etc., ya que hay confusión de espacios privados y públicos, lo que genera mutuas invasiones.
En realidad, los espacios urbanos  reflejan en muchos aspectos la falsa expectativa  de  felicidad prometida  por el proyecto civilizador nacido con la Ilustración. Los espacios citadinos en la actualidad no funcionan totalmente como gestadores de bonanza y buena voluntad. Reflejan el deseo de control, competencia, injusticia social, poca inclusión, violencia cotidiana.

Para reconstruir la vida, debe tomarse en cuenta el medio ambiente (la naturaleza y los espacios edificados por el hombre) porque éste es el territorio donde la humanidad se ha construido a sí misma culturalmente. Enrique Leff define que “el hábitat es el progreso donde se forja la cultura, se simboliza a la naturaleza y se construyen los escenarios del culto religioso; el libro donde se escriben los signos de la historia, donde se inscriben las marcas del poder de las civilizaciones, la geografía que hunde en los surcos y estrías de la tierra las señales del hambre”[1].

Esto quiere decir que si la humanidad continúa desligándose de su hábitat, que  incluye el espacio urbano, no habrá  un territorio donde construirse de forma integral. Su percepción será ajena a la Tierra, con una  sensación de estar en un limbo pues su sentido de pertenencia como especie, se verá debilitado al no sentirse parte del mundo.

Si la humanidad no ha conseguido la felicidad que le prometió el paradigma moderno, tendrá que considerar el cambiar de percepción con respecto a  la vida y un medio para conseguirlo es reapropiándose del espacio ya que al mismo tiempo, el hombre se sentirá ligado a la naturaleza y la respetará como parte de él mismo y al universo al que ambos pertenecen.

El medio ambiente, entonces, es entendido como el conjunto de espacios habitados que generan relaciones, identidades y cultura, donde los sujetos  deben construirse plenamente. El problema que se presenta es que la visión mecanicista obliga a los individuos a habitar los espacios ya  construidos  bajo lineamientos utilitaristas y económicos, (por ejemplo las casas de “desinterés social”, que son construidas con fin de lucro sin importar la calidad de vida de sus habitantes). Sin embargo, una  percepción más sustentable propone deconstruir esos espacios sociales y físicos si no son satisfactorios para la población  en su integridad, para después, volver a integrarlos. Esta idea de cambio pretende  abrir otros rumbos e integra los ya existentes, como posibilidad de reencontrar un nuevo sentir por la vida.

Según   Marc Auge, “el mundo de la supermodernidad no tiene las medidas exactas de aquel en el cual creemos vivir, pues vivimos en un mundo que no hemos aprendido a mirar todavía. Tenemos que aprender de nuevo a pensar en el espacio”[2]. Para él, la modernidad es generadora de “no lugares”, es decir, espacios que no son en sí lugares, puesto que no son espacios de pertenencia, sino de tránsito, de espera entre dos situaciones distintas, donde las personas pueden incluso sentirse incómodas, ansiosas, estresadas debido a la modalidad de vínculo pasajero con ese espacio. Hay muchos ejemplos de no lugares: salas de espera, transportes públicos, filas de cine, etc.  Son espacios que no permiten la existencia de la vida en toda su extensión, a tal grado de colocar a la gente en situaciones absurdas. Tomemos el ejemplo del  transporte colectivo: recordemos cuando   abordamos un camión y nos encontramos con otros muchos pasajeros metidos en una gran “caja con ruedas”, uno no puede estar ahí sin ver a los demás, porque de ello depende nuestra posición dentro de la “caja”, pero no nos miramos, menos aún a los ojos, mucho menos nos hablamos. Estamos allí encerrados juntos, apretados incluso, todos muy cercanos físicamente, pero con  la mirada, con el silencio, muy alejados. Es absurdo que no nos hablemos, estando en el mismo lugar y hablando el mismo idioma, y aún si aceptamos como lógico el hecho de que no nos hablemos por ser desconocidos, es absurda la situación de que nos veamos forzados a compartir espacios tan reducidos (en un camión caben más de cien personas y el contacto físico suele ser exagerado), pero no podamos ni mirarnos a los ojos, menos sonreír sin causar desconfianza.

Lo absurdo  le quita sentido a las acciones humanas.  Para verlo sólo hay que sentarse en una banqueta de cualquier urbe, “salirse” de la ciudad[3] (es decir, observar alrededor como si acabara uno de llegar  de un país completamente distinto, de ser posible, de otro planeta) hasta que todo parezca nuevo, de que se pierda el sentido de orientación, el significado del idioma, mejor aún, de esos sonidos guturales, de esa especie de segunda piel que la gente se enreda sobre el cuerpo….Entonces, el sinsentido saltará a la vista: cuando el nuevo espectador sea capaz de cuestionar el sin sentido, será capaz de verlo, por lo tanto, de cambiarlo.

Albert Camus, incluso ve al sinsentido como una maldición haciendo alusión al mito de Sísifo  “los dioses condenaron a Sísifo a empujar eternamente una  roca hasta lo alto de una montaña, desde donde la piedra  volvía  a caer por su propio peso. Pensaron, con cierta razón, que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza”[4]. El mito de Sísifo es para Camus una metáfora del esfuerzo inútil del hombre moderno, cuya vida se consume en fábricas, en oficinas, en lugares deshumanizadores.

Camus cree que Sísifo, en medio de su incesante y absurda labor, experimenta pequeños momentos de breve libertad, cuando ha terminado de empujar y la roca aún no ha caído de nuevo. Traducido este hecho a la vida del hombre moderno, se puede hablar de aquellas satisfacciones que obtenemos gracias al trabajo mecánico y sin sentido. Parafraseando a Herbert Marcuse, La satisfacción es el precio de la miseria.

Los pequeños momentos de felicidad, llevan a Sísifo a un instante de consciencia, y esto es lo trágico, ya que es consciente de la inutilidad de su vida. Pero justamente esta es la puerta para salir del sinsentido porque una vez que se está consciente de lo absurdo,  viene una cuestión riesgosa, ya que exige acción, antes de la cual, es necesario saber que vivir no es fácil, pues implica, primero que nada, costumbres y la simple costumbre de vivir, mejor dicho de existir, es difícil de sostener porque ésta es absurda cuando sólo se respira para seguir existiendo.

También hay que tomar en cuenta que el sinsentido implica el vacío de la vida. No se trata de una afirmación tan fatalista como parece, sino que se trata de asumir el hecho de que no por estar vivo, la felicidad viene incluida. No, ser feliz exige la decisión de serlo y el coraje para lograrlo, ya que una vez que se ha cuestionado la realidad y se es consciente de lo absurdo, sólo se puede tener el valor de empezar a vivir, vivir de verdad, es decir, ser feliz. O bien, se puede confesar que la vida no fue entendida, que ha superado al individuo, quien tendrá qué existir entre la cotidianidad, el vacío, lo absurdo y terminar en una depresión constante, en una muerte en vida.


Claro que el suicidio es también una solución a lo absurdo. Pero si lo que se desea es la felicidad, hay “correr” hacia el lado contrario.

Ya que se sabe que la vida debe “hurgarse” para hallar la felicidad (que es lo que le da sentido a la vida), se debe tener, primero, el valor de decidirlo, después el de conseguir la felicidad, tomarla sin pedir permiso a los problemas, al dinero, la familia ni a nadie.

El cuestionar el absurdo de la vida no sólo es importante para conseguir la felicidad y darle un para qué a la vida, se trata también de una acción lúdica y divertida, es como viajar a países exóticos sin dinero ni maletas, la misma experiencia de viajar se vuelve nueva, hay que “salir” no sólo de la ciudad y del aspecto de las personas, también del idioma, de la comida, de las costumbres. Si se intenta, hasta una misa católica  es divertida, es un rito extraño y nuevo, el sabor de las frutas será lo más raro, el simple hecho de saludar de mano o de sentarse a la mesa, ni qué decir de ir al teatro o al cine, o besar.

La infelicidad, la frustración de mucha gente ha provocado la violencia, las guerras y la infelicidad de otros seres. La felicidad también es contagiosa, por eso es importante decidir una u otra cosa, (la indecisión irremediablemente llevaría a una infelicidad pasiva, pero infelicidad al fin y al cabo).


[1] Leff, Enrique. “Hábitat/Habitar” en Saber ambiental, p. 280.
[2] Augé, Marc, “Lo cercano y lo afuera” en Los no lugares, p. 42.
[3] Es importante señalar que el sinsentido es más absurdo aún en las urbes que en los espacios rurales, que son lugares más naturales, porque en el campo hay una mayor interacción con el ambiente al depender la vida de él. En los espacios rurales la gente mira e interactúa con su espacio porque,  debe observar las estaciones, el cielo, las fases de la luna, etc., pues las actividades humanas dependen de esa relación. También es necesario señalar que en las ciudades la idea de propiedad privada provoca que los espacios públicos sean vistos como “tierra de nadie” por lo tanto nadie tiene por qué cuidarlos y en el campo, como aún predomina la idea de propiedad comunal, los espacios públicos son más procurados.
[4] Camus, Albert, “El mito de Sísifo” en el Mito de Sísifo, p. 155.